Los individuos que componen esta comunidad flotante afirman ser los dueños de las aguas del Titicaca.
A seis kilómetros del puerto lacustre de Puno se encuentra un sorprendente archipiélago de 40 islas de totora (especie de junco que crece en los terrenos pantanosos de América del Sur), habitadas por los Uros, descendientes directos de una de las culturas más antiguas del continente. Los hombres de esta comunidad flotante afirman ser los dueños de las aguas del lago Titicaca.
Quiso censurar el frío con una manta roñosa y raída, pero su intento fue en vano, porque en su mundo flotante, en su mundo casi a la deriva, es imposible cercenar esa helada libertad.
El viento entumece sus piernas y agrieta sus mejillas cobrizas y arrugadas; entonces, con un extraño gesto que mezcla la rabia, la resignación y la costumbre, decide esperar la tibieza del Sol en absoluto silencio.
Y pretende encontrar un rincón solitario que le sirva de parapeto contra el frío, ah, pero es tan difícil hallarlo en su reducido mundo bamboleante. Se levanta, da un par de pasos solamente. No hay espacio para grandes caminatas. El agua lo rodea todo, se filtra hasta en el último rincón.
Se sienta cerca de la orilla con el deseo de observar el perpetuo romance entre las esbeltas balsas de totora y las aguas azul profundo de ese lago legendario que humedece el altiplano. De pronto, vuelven los pescadores: "pejerreyes" y "carachamas" son parte de su botín.
El hombre los mira, los saluda con un gesto desganadamente cordial, les comenta que antes había más especies en el lago y les enseña la red que repara en silencio. "Pronto estará lista", dice con una pizca de alegría... y los nudos rejuvenecidos salen de sus manos como las cuentas de un rosario.
Alboroto momentáneo en la isla de los Uros. Chispa de inquietud por la llegada de los pescadores y el arribo de un puñado de viajeros; entonces, los "hijos del lago" salen de sus chozas de totora. Los niños, mejillas sonrosadas, ojos vivaces, manitas ásperas, corretean por las islas; mientras las mujeres, trenzas azabache, pómulos prominentes, polleras y sombreros, ofertan y rematan sus tejidos multicolores.
Sólo el hombre de la manta raída -me llamo Carlos Quispe- continúa enfrascado en el silencio y en su rutinaria espera del Sol. "Hace bastante frío", sentencia sin dejar de reparar la red, sin mirar a los recién llegados, sin hacerle caso a los niños que saltan a su lado. "Nuestra vida es muy difícil, pero seguimos aquí, como lo hicieron nuestros antepasados".
El origen de este pueblo se perdió en los laberintos de la historia, pero se presume que descienden de los Pukinas, una de las comunidades más antiguas de América. Los Uros, que habitan en un archipiélago de 40 islas flotantes localizadas a 6 kilómetros del puerto de Puno y a 3,812 m.s.n.m, se consideran dueños del lago y del agua; además, dicen tener la sangre negra.
"Somos kot-suña o pueblo del lago", proclama don Carlos, luego de explicar que sus islas no son naturales, sino que ellos mismos las han construido, en paciente, diestro e interminable entretejido de raíces de totora, hasta formar una capa llamada Khili, sobre la cual construyen sus rústicas chozas.
Con la experiencia de sus años -no le voy a decir cuántos son, pero son muchos- el hombre que repara las redes confiesa que su pueblo lucha por conservar sus tradiciones y que la totora, la pesca y la venta de artesanías, son sus principales fuentes de subsistencia.